Fotografías: Goyo
Al lodo hay que pisarlo.
Una horda de cuerpos se sume en impacto. La coreografía resultante es un tributo a la descarga física, una olla hirviente de saltos, choques y trompadas que van y vienen en un círculo donde todo lo que entra sale expulsado a los retumbos. Por un momento, uno de sus miembros se desprende y se agacha en cuclillas con la mirada perdida en el piso, mientras su cuerpo se retuerce desde el estómago. Sonríe. Al poco rato se reincorpora y no tarda ni un segundo en regresar a la estampida. Acá no hace falta tierra: está en el aire.
Esta es la escena en el suelo de Club Paraguay, donde la noche de jueves está siendo asediada por uno de los primeros revuelos de Barro. En su cuarta presentación en vivo, el flamante grupo ya se para en el escenario con la fuerza de un nuevo orden: una criatura media viva, media muerta, que escupe grela, sacude melenas (de todos los largos y estilos, vale aclarar*), se agiganta cada vez que la bardean (lo que, de antemano, la hace lucir imbatible) y vino a decirle basta a los buenos modales: el primero de ellos, el volumen, que está muy por encima de cualquier medida estándar. Barro no solo te pisa el cráneo, también es una patada a los tímpanos. Fuerte y al ángulo.
Desde el arranque, el recital devela la energía alarmante de un parto. Alan Fritzler, Julián Montes, Chowy Fernandez y Catriel Guerreiro componen un megalodón que tracciona a ritmo frenético y pide a gritos estrellarse: “Voy tan rápido que obvio chocaré / Si tengo suerte”. De ahí en más, todo va en picada para arriba.

Hace solo unas semanas, en medio de un agosto largo y sombrío, esta alimaña engendró desde sus adentros a otra llamada Constimordor, un primer disco que estira las convenciones del heavy metal mientras absorbe estéticas circundantes (y otras no tanto) y las expulsa bajo la urgencia de un vómito explosivo. Pura potencia de época, de enchastre multigénero y deformación digital, pero que responde al ánimo visceral de un monstruo de carne y hueso, aquel que en este instante agita sus cuatro cabezas y ruge desde las tablas, salpicando saña. La frescura del estreno propulsa y la experiencia de los instrumentistas sostiene el latido inquieto de la maquinaria, un engranaje clásico de bajo, batería y guitarra que saca chispas con una velocidad y una solidez recalcitrantes, y, además, muta.
Al igual que el público, el repertorio está compuesto de figuras en coalición. Escuchar las canciones de Barro en vivo es presenciar cómo la materia colapsa, se derrumba y vuelve a erguirse con la fuerza de un taladro. Entre las fracturas de una, entra la otra. El paso de ‘Garchemoslo‘, ‘Big Bang‘ y ‘Spot‘ demuestra cómo la sonoridad se quiebra y de las grietas sale punk, progresivo, nu-metal, hard rock y hip-hop. Sobre todo, permite apreciar cómo esa mezcla grotesca toma dimensión, tanto en forma como espíritu. ‘7 Rojas‘ da la pauta cuando la metralleta punky frena y decanta en un rugido coreado a multitud: “Solo dolooooor / Solo dolooooor”. Allí, las cicatrices cobran vida.


Pero, sabemos, en el dolor también hay goce. Basta observar la cara del Montes, con sus ojos abiertos y la lengua estirada sobre el bajo mientras se complota con Fritzler (un todoterreno que azota la batería con la brutalidad de una fiera) para gedearla y provocar sismos. Del otro lado, Chowy (un vampiro que le entregó su alma al metal) invoca al demonio en las seis cuerdas y lleva la distorsión al punto del delirio cuando se pone a tocar el único solo de cuello que vas a ver en tu vida. Al frente, Ca7riel le pone el pecho a la metamorfosis. Ansiosa, su voz transita de lo gutural al agudo melódico, del agite de barrabrava al rap furioso, todo mientras rebota de un lado a otro, derrama saliva, y twerkea (sí).
Esa energía sintetiza la adrenalina de una performance que encuentra su punto álgido de tensión entre la agresión y la seducción, tanto en la química interna del cuarteto como hacia afuera. Una y otra vez, Cato pide que lo puteen. En ese gesto, se devela el clima: un ida y vuelta creciente en el que banda y público se devoran entre sí, acaso para liberar lo que se esconde en sus adentros. La pregunta es, ¿qué guarda Barro en su interior?
Durante la hora y veinte de vivo (podrían ser más, podrían ser menos, la intensidad es difícil de medir) algo suena roto. Quiero decir: algo se siente roto. Como si la angustia pudiera oírse. Como si existiese una frecuencia que te sintoniza con el sonido de las entrañas, con el de las costillas asfixiadas, con el de los huesos comprimidos, con el de los cuerpos quebrantados.
Cuerpos: esos restos que «Constimordor» alberga y exclaman estar carcomidos por el miedo, el odio, el vacío, la ira, el cansancio, la ausencia de deseo, la pulsión destructiva, la desesperanza hecha carne. Entonces, ¿qué es lo que queda en ellos?
Ahí están, negros y pálidos, al borde del abismo, sumidos en un despliegue físico que no solo es coacción muscular, sino movimiento, atracción, euforia, bronca y, también, ceremonia (con el disco salido hace ayer nomás, la audiencia ya celebra riffs y entona letras de memoria: Barro fideliza desde el primer ruido). Para entonces, cuando llega el momento de hundirse, la entrega es total. Con su grito de guerra, ‘Fornai’ aterriza como el golpe terminal que canaliza esa bola de presión que se expande y expande (“puteen wacho, dale puteen”) hasta, finalmente, implosionar.

Afuera, hace rato que el sol abandonó al cielo. Al salir, en los oídos empieza a instalarse un zumbido. Aparece y desaparece, punzante, con la fuerza de una imagen. La de aquellos ojos irritados, llenos de sangre, perdidos sobre el piso. La del cuello hinchado, goteando sudor, drenando las lágrimas de la especie. La del alarido desgarrado, aquel que inundó la voz y se escapó casi como una súplica.
Hay una belleza en ese desahogo. Quién sabe, quizás hasta un pequeño acto de libertad. Porque si el día llega y la oscuridad termina de ganar, sepanlo: al barro todos lo llevamos dentro.
La cuestión es cómo dejarlo salir.
* En la previa, me invadía la duda respecto a la cantidad y el tipo de público que iba a presentarse en el show. Sorpresa grata, el recinto estaba bien cargado y de una linda mezcolanza. Sé que resulta reduccionista y forma parte de un pantallazo demasiado superficial, pero a lo que me refiero es: había gente del metal y había gente que no era del metal. Las fronteras de la pertenencia estaban desdibujadas (¿quiénes eran los de afuera y quiénes los de adentro?), algo que enaltece la intención aglutinadora de la banda. En síntesis: Barro no distingue pelajes.