Desde hace varios años que en Colombia están surgiendo distintos acercamientos a las sonoridades tradicionales que buscan profundizar y actualizar la filosofía ancestral que atraviesa al ADN cultural de la región. Bejuco, agrupación originaria del municipio de Tumaco, es parte de ese impulso desde “Batea” (2021), un debut estrambótico que propuso rejuvenecer un sonido con siglos de historia y reveló una voluntad por seguir ampliando su visión.
En 2025, el grupo se embarcó en un nuevo proyecto discográfico cuyos primeros trazos aparecieron en “Ritmo de Dos Mares”, EP realizado junto a La Escuelita del Ritmo, colectivo de Portobelo, Panamá: un punto donde el Atlántico y el Pacífico se encuentran, y donde sus aguas se unen para dar origen a nuevas formas musicales.
Con esa primera probada, Bejuco se hizo camino: con “Machete” en mano, los tumaqueños cortaron con cualquier rastro de lo anterior para abrir paso a un nuevo LP. Aquí, la agrupación propone una reescritura de la cultura afro en Colombia, entendida en su sentido más profundo: el de las herencias africanas que laten en la música del país. Bejuco hace un canto a la belleza de su tierra con nuevos adornos que buscan (y encuentran) un mayor equilibrio entre sí. Lo logran con una construcción textural precisa, bajos que revientan por el ímpetu percusivo y voces que, que entre minimalismo y un rapeo impecable, suenan a carnaval, eje central de la obra.
Si por algo se ha dado a conocer Bejuco, es por quebrar con las insignias tradicionales de la música del Pacífico Sur. Su sonido mantiene la esencia mítica del currulao, con la marimba como protagonista y una textura sonora húmeda e hipnótica. A esto se suma la potencia de las percusiones y las vocales de los cantantes, que relatan sus propias historias y refuerzan la identidad, la lucha y la unidad cultural de su comunidad.
El currulao que conocemos hoy es un género que ha mutado en distintas expresiones a lo largo de generaciones desde su creación en la época colonial. Entender ese recorrido es clave: Bejuco toma esos elementos ancestrales y los catapulta hacia un nuevo horizonte, donde matices diversos se entrelazan para formar un nuevo color. Esa búsqueda ya aparecía en su debut, donde la banda comenzó a explorar estos sonidos con una identidad tan marcada que su filosofía quedaba establecida desde el primer minuto.
Ahora bien, en “Machete” terminan de salir del capullo. Desde el arranque se respira un aroma distinto de libertad y armonía que deja embelesado al oyente. Los músicos construyen diferentes climas hipnóticos, a veces con guiños que evocan el canto de los pájaros a la mañana, otras con atmósferas cálidas, que hacen sentir el paso del agua, el olor a fogata y las chispas del fuego rozando la piel. Todo se articula como una experiencia sensorial donde la música despierta imágenes y cuerpos por igual.
El primer boceto de este paseo ancestral se encuentra en ‘Me Mueve El Tambó’, que abre con una riqueza inigualable. La marimba brilla como un sol cuyos rayos caen sobre cada nota, mientras el tambor se muestra como un mantra que sostiene el espíritu del grupo: ese mantra que garantiza el goce absoluto, que da vitalidad a quien ya no tiene y que responde con esa rudeza que invita al cuerpo a contestar en gritos y movimiento.
Son caricias que aseguran goce al cien por cien
Ese tambó que suena duro y que a mi alma llena
Acompañando cantaoras, arrullo en la escena
Donde quiera que lo vea toco ese tambó
Si acompaño con marimba sí suena mejor
Me Mueve El Tambó
Esta introducción arrulla la escena para que el resto del álbum se sienta como una vorágine de tradición. Lo onírico de las texturas reposa en diferentes estímulos que remiten a la esencia de la costa pacífica. Bejuco lo sabe: a través de su música intenta entender cómo se forjó este machete, por qué su filo carga una historia que merece ser contada. En ‘Torbellino’, esa intensidad toma la forma de relámpagos que estallan en la maqueta del grupo, perceptibles en la simbiosis entre el groove pintoresco del bajo y la fuerza de la marimba. Conforme la pieza progresa, se suman batería y coros, que culminan en una catarsis luminosa donde la canción encuentra su belleza.
En este recorrido por las tierras de Tumaco, el sonido de Bejuco se revela en pequeños detalles rítmicos. En ‘Fátima’, la marimba se abre cayendo en gotas, acompañada por un minimalismo instrumental que genera una hipnosis sostenida minuto a minuto. La cosecha que siembra la banda atraviesa la hierba y llega a la piedra hasta que, como si se desempolvara una reliquia arqueológica, irrumpe ‘Tolita’: un tema impetuoso que retumba entre montañas rocosas y adquiere un peso casi psicológico. Allí, la cosecha continúa hacia lo profundo de su historia, en un diálogo entre la belleza natural de la superficie y lo que descansa en el fondo.
La creatividad de Bejuco no baja en ningún momento del LP, sobre todo porque su columna vertebral narrativa no trata solo de una celebración, sino también de una cartografía de su contexto. Los tumaqueños mantienen su orgullo en lo alto, incluso en los pliegues más bajos, sanando heridas mientras articulan un discurso que no se limita solamente a denunciar injusticias, sino que se afirma en una resiliencia profundamente espiritual. Cuando la celebración se atenúa, dan paso a momentos más íntimos cargados de emotividad.
En la historia de la música colombiana, la rumba siempre ha sido un símbolo constante de resistencia. En los lares del Pacífico y el Caribe, además, se volvió la base que sostiene buena parte de la identidad cultural local. Cuando la marimba irrumpe acompañada de arreglos sutiles que desbrozan el terreno húmedo, ‘A Lo Lejos’ despliega los cantos de Bejuco como un gesto de revitalización: una memoria viva dedicada a quienes fueron desaparecidos o arrancados de sus caminos.
En una tarde lluviosa
Oí oió
Y con ráfagas de viento
Oí oió
Les pusieron unas botas
Oí oió
Los llevaron monte adentro
Oí oió
No conocían el camino
Oí oió
Los dejaron a su suerte
Oí oió
Percibieron el olor
Oí oió
Del perfume de la muerte
A Lo Lejos
La melancolía empapa esta pieza en una especie de catarsis acompañada por la austeridad instrumental. El virtuosismo de Bejuco sigue presente, pero esta vez se combina con la impotencia que remiten las historias que atraviesan a la sociedad tumaqueña. La festividad cede paso a una atmósfera helada: fría como lo que se narra y las injusticias que se repiten, una y otra vez.
Es cierto que el currulao siempre arrastra una historia dura, pero justamente allí se expande el manantial de fuerza que atraviesa a cada territorio del país cafetero. Bejuco entiende que la historia del Pacífico también está hecha de momentos de alegría que, por efímeros que sean, funcionan como golpes que rompen cadenas. Desde los cantos hasta el baile, cada paso nace del caudal de las bahías de Tumaco y se proyecta hacia el horizonte infinito del océano Pacífico. Los tumaqueños continúan esa tradición con una estela propia que, aun en medio del caos, florece desde lo más hondo de la cultura afrocolombiana.
Cuando Bejuco irrumpió en 2021 con “Batea”, dio el primer paso en una enredadera intrépida que los llevaría a territorios donde el currulao aún no había llegado. Con el tiempo, esa semilla creció hasta convertirse en lo que son hoy, en 2025: una banda que apuesta por la innovación constante, que se nutre de la historia del Pacífico mientras mira el sinfín del mar azul, sin perder nunca su fundamento.
Las notas de un joven tumaqueño arrulladas en una barca que besa el océano, un plato típico con su receta propia, la calidez de unos cantos filosos que miran al mañana: ¿cómo unos alaridos ancestrales pueden retumbar tanto? Al finalizar la obra, queda claro que lo brutal de esta macheteada es su tránsito: pasar de cortar la maleza a sembrar lo que descansa en aquellas raíces que una vez conocieron el andar de botas ajenas.
“Machete” vive no sólo porque se nutre de siglos de historia, sino porque está en manos de unos maestros dispuestos a renovarla y a romper cualquier molde que se interponga en su camino.







