"anónimo": florecer entre el deseo y la pérdida

Juana Aguirre le canta al amor como una oración rota: una promesa nunca cumplida, pero siempre anhelada.

En la tradición náhuatl, la poesía se concebía como in xochitl in cuicatl: flor y canto. No eran dos elementos decorativos, sino una unidad simbólica que encarnaba la verdad, lo bello, lo sagrado. Cantar era nombrar lo invisible; florecer, una forma de existir con intensidad, aun sabiendo que todo es efímero. La poesía tenía una función ritual y espiritual, pero también existencial: poner en palabras lo que se escapa. Uno de sus cantos antiguos dice:

«¿Sólo así he de irme / como las flores que perecieron? / ¿Nada quedará de mi nombre? / ¿Nada quedará de mi fama aquí en la tierra? / ¡Al menos flores, al menos cantos!»

Lo precioso, las ansias de trascender, la conciencia de lo pasajero. Hay en esas líneas una pregunta que atraviesa el tiempo. Y hay también en «anónimo«, el segundo disco de estudio de Juana Aguirre, una forma contemporánea de sostener ese mismo gesto. Cada una de sus piezas florece y canta a la vez, dejando una marca no por su afán de perdurar, sino por su entrega total.

A lo largo de sus diez canciones, la ex Churupaca teje con su voz un puente entre lo sublime y lo humano, explorando la tensión donde ambos convergen. Para ello, los enreda en una danza de dolor y belleza, ramas de un mismo tallo. Lo que emerge no es una historia lineal ni un manifiesto sentimental: es una flor. Delicada, preciosa, enigmática. Algo que se despliega, se otorga y se disipa. 

Desde el inicio, ‘las mañanas‘ recibe al oyente con un canto etéreo que, al multiplicarse, eleva la voz hacia una esfera celestial. «Mañana la gente saldrá de su casa / Encuentra la puerta, no siempre las ganas», recoge la incertidumbre de un amor que no sabe si quiere llegar o quedarse, si esperar algo o dejar ir lo insostenible. Acá, lo divino aparece como una pregunta sin respuesta, un deseo insatisfecho de encontrar sentido.

Con la llegada de ‘la noche‘, esa dimensión sacra se diluye, pero no desaparece. La semilla electroacústica que Aguirre había plantado en «Claroscuro» muta: los sonidos se desligan de la raíz para edificar un santuario de pulso electrónico. Entretanto, la voz se vuelve corpórea, más carne que espíritu. La crudeza de quien ya no tiene promesas que hacer, solo heridas que sanar, resuena en las palabras: «Entró por la espalda, no quiso quedarse / llévate los huesos, déjame la carne». El canto se desprende de los efectos celestiales y se convierte en susurro, en lamento, en el último intento de sostener a alguien al menos en la inadvertencia. «Tengo la ilusión de guardarte junto a mi colección de olvidos», sugiere que incluso en la desmemoria puede habitar una forma de redención. 

De ahí en más, la flor cobra nombre y vida como el símbolo vertebrador del álbum. Brota para representar la conexión entre lo humano y lo divino, condensando en su forma toda la ambigüedad que atraviesa a la obra: regalo y desgarro. «Corté la flor, andaba triste de tenerte en pensamientos», dice en ‘las espinas‘. Arrancar lo bello porque duele pensarlo: esa es la lógica que recorre el disco. Y, sin embargo, hay cierto coraje, una voluntad de atravesar la astilla del olvido: «La noche muere, pero la flor reclama tu recuerdo», revela la persistencia de lo que se fue: aquello que, aún ausente, nunca deja de reclamar su lugar.

Por momentos, la pieza toma una forma oscura e insospechada. “Duérmete en mis manos / iremos a un lugar extraño», invita al oyente a sumergirse en un viaje hacia lo desconocido. De la mano de Cruz, Ezequiel Kronenberg y Juan Stewart, percusiones tribales y texturas espectrales dibujan un camino sinuoso, copado de pasajes rituales que se inician al borde del abismo. En estas instancias, “anónimo” parece eclipsarse, sus pétalos se cierran en la oscuridad, dejando solo la estela de una promesa incumplida.

Ya desde el título en mayúsculas, VOLVIERON advierte con contundencia: los fantasmas del pasado retornan, pero ya no como seres perfectos, sino como sombras que piden respuestas a lo imposible. «No habrá un lugar correcto / tampoco un tiempo perfecto», y el remate: «¿Qué más urgente que nuestro amor?». El apego se revela como fuente de desgaste, una aparición que regresan solo para desordenar lo que parecía en calma.

Entonces lo sagrado se encarna: se convierte en un intento de redención íntima. «Perdón por esos días, sé que dije cosas feas, parecía enojada». Es una disculpa sin destinatario explícito, porque la divinidad ya no se proyecta en el otro, sino que se busca en el interior. La sanación hallada en el propio dolor se expresa en la confesión: «Como todo lo divino, puede que sea crudo y duela, / pero para mí cura todas mis penas».

Sobre la recta final, lo trascendente aún permanece, pero adopta la semblanza de una transformación inconclusa. La falta de fe en la posibilidad de transmutar se plasma en ‘un nombre propio‘: «Demasiado tarde para convertirme en algo. Mis formas se desarman», dice en tono cristalino, sobre un mar de configuraciones onduladas. La estocada la da «El tiempo deshizo la flor», frase que resume toda la melancolía de lo ya irrecuperable.

El colapso llega en el cierre, con ‘los pilares‘: «Mira cómo se caen los pilares más duros, esos que sostienen el mundo / Mira cómo las aves trazan líneas cardinales entre nuestros cielos nocturnos». En esa imagen de derrumbe y movimiento se revela la esencia última de «anónimo«: como las estaciones, el amor y lo perdido están en perpetuo cambio, pero nunca dejan de existir completamente

La flor no es solo un símbolo que aparece y reaparece: es la columna vertebral de una obra que representa la conexión entre lo divino y lo terrenal, la tensión entre el anhelo y el duelo, la belleza cuya existencia misma depende de su condición fugaz. Algo que se abre, se ofrece, se corta y se desvanece, pero nunca deja de florecer en el recuerdo.

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