¿Qué es una isla?

No hay nada capcioso, es una pregunta tonta, pero para nosotros, los continentales, es importante hacerla. No por necesidad, sino por la fascinación que producen los misterios de lo insular, enigmas como “Bright Green Field” y toda la música de Squid

Por razones fuera de mi conocimiento hay islas que definieron la forma de la música occidental en los siglos XX y XXI mucho más categóricamente que algunas regiones continentales con un territorio mucho mayor. Jamaica tiene una superficie 55 veces más chica que Francia y una historia de influencia cultural e intelectual ínfima a su lado, pero sus tradiciones musicales no solo tienen son riquísimas dentro de sus fronteras, sino que dejaron huellas irremplazables en el Hip Hop, el punk y la electrónica. México tiene casi veinte veces más tierra que Cuba, pero es la descendencia del son cubano la que dio identidad cultural a los millones de latinos en el continente con el bolero, el mambo y la salsa. Puerto Rico está puesto N° 175 en la lista de países por tamaño, pero no hace falta estudiar mucho para saber la extensión del reggaetón en los últimos veinte años. Con configuraciones diferentes existen Japón, con sus interpretaciones siempre respetuosas y virtuosas de la música americana, Ibiza, que concentró e inspiró una enorme porción de la música bailable en las últimas décadas, e Islandia que nos dio a Björk y eso es más que suficiente. Sin embargo, el caso más reconocible de todos es el de Gran Bretaña.

Hay más de 6000 islas británicas; la inmensa mayoría son montículos, pecas de placas tectónicas, pero hay una que es una potencia cultural. Hoy lo damos por sentado, pero la historia musical de Gran Bretaña es única. Previo a la beatlemanía, la influencia del Reino Unido en la música era inexistente. No tenían tradiciones reconocidas como el tango, el flamenco o el fado, ni siquiera algo bonachón como la polka o la tarantella o potencias en la música clásica; pero hicieron de la música de la juventud estadounidense su propio folklore. Mezcla de Motown, blues y rock & roll destiñeron y formaron una nueva música popular; el rock. Cuando otra generación se rebeló, volvieron a mirar a la vieja juventud norteamericana, su surf y garage, y dieron con el punk. El punk rock se nutrió del dub jamaiquino y el funk para transformarse en el post-punk y el dance punk y así podemos seguir con hasta el trip hop y el hyperpop. Se los puede acusar de piratas imperialistas, genios de la apropiación cultural, pero es innegable que han logrado obras que son patrimonio de la humanidad a partir de la pasión por las tradiciones “de otros”, no con la sobriedad de los japoneses, sino llenando de su propia personalidad cada estilo que llegue a sus puertos. Hoy las escenas inglesas son faros, no solo la rockera, también la de jazz, la de soul, la de Hip Hop y la de electrónica. Sus ciudades tienen identidad propia, en Manchester, por ejemplo, Oasis y Joy Division son usos y costumbres. No es un folklore de museo, sino que es una lengua viva. 

La nueva generación en desarrollar el léxico ya está consolidada y tiene por estandartes a black midi, Black Country, New Road y Squid. En 2021 las tres bandas publicaron discos, “Cavalcade” de bm, de Londres, “For the First Time” de BCNR, de Cambridge, y “Bright Green Field” de Squid, de Brighton. Hay muchos más grupos en esta camada, pero esta tríada de lanzamientos las volvió la trinidad y también puso el eje de discusión en ellos: ¿cuál es la mejor?¿cuál sacó el mejor álbum?¿cuál es tu favorita? Y más conversaciones sin final. Una certeza es que Squid es la más extraña de las tres. Para ser más específicos, Squid es la más insular de las tres. Brighton queda frente al Canal de la Mancha, puede ser por eso que hay microclima, distancias que se hacen notar y la libertad que concede tener fronteras naturales y no imaginarias. Su música solo puede suceder en una isla y tiene ese encanto. Si se conoce el contenedor existe una claridad del límite que permite saturarlo por todos los frentes. En la isla los paisanos conocen el horizonte, pero los que estamos del otro lado, por el contrario, solo percibimos misterio y aventura.

Hay magia en no entender. Es la que alimenta al cine de autor, la pintura abstracta, a Stonehenge y la que nos ancla a Squid. Hay categorías que llegan a hacer una aproximación a su deformidad, kraut rock, art punk o experimental, pero ninguna los descifra. Si Squid fuese una isla, “Bright Green Field” vendría a ser una sucesión de naufragios.

El próximo martes 14 de mayo Squid se presenta en Buenos Aires por primera vez. Todavía quedan entradas disponibles, encontrá toda la info acá.

La deriva del calamar es una incógnita, las estructuras de las canciones obedecen patrones secretos, no tanto por su complejidad, que es grande, sino por su propia personalidad. El virtuosismo es inherente a esta porción de músicos ingleses, son jóvenes prodigios con acceso a una educación moderna y de altísimo nivel, por lo que tampoco es un estatus ni un objetivo, es algo natural. Así se explica la posibilidad que tuvieron de grabar arreglos de vientos en cuatro temas y de cuerdas en dos, en todos con buen gusto y por el bien de las emociones que encapsula cada canción. Tienen la concepción blurreada de qué es una canción pop, permeada por vivir en un tupper (o una isla) musical de nicho creyendo que ese es el mundo. Ollie Judge, cantante y baterista, describió la primera mitad de ‘Boy Racers’ como una “straightforward pop song” (“una canción pop bien directa”) cuando tiene un ritmo sobreestimulado de dance punk que vibra inquietante. De ese apartado nervioso viran hacía cuatro minutos de drone. Esa frecuencia nata ya de por sí tensante se acopló con un contexto que atomizó todavía más nuestras vidas: el álbum se grabó entre marzo y octubre de 2020, plena pandemia mundial. Las obras más representativas del 2021 tenían a sus autores en versiones extremas de sí mismos, como la Little Simz imperiosa de “Sometimes I Might Be Introvert”, la fantasía pop 3D de Magdalena Bay en “Mercurial World” y la fantasmagorización de Injury Reserve en “By The Time I Get to Phoenix”. No era solo Squid, todos hacían música de sus propias islas.

black midi tiene un sentido del humor y una autoconciencia tan característica del Siglo XXI como el desamparo y la ansiedad de Black Country, New Road, pero Squid no comparte estos elementos. Incluso los relatos de este debut no tienen pistas claras de la época. Las inspiraciones en gran parte fueron de otras obras artísticas, literatura de Anna Kavan y Kenneth Grahame o la película “Long Day’s Journey into Night” de Bi Gan; así como situaciones cotidianas no particularmente extraordinarias. Las letras que son críticas con el mundo que los rodea, ‘G.S.K’ con la industria farmacéutica, ‘Pamphlets’ con la propaganda política y ‘Global Groove’ con el bombardeo de noticias, tratan problemáticas vigentes, pero en palabras que podrían haberse escrito hace treinta años. ‘Documentary Filmmaker’, la más reflexiva del disco, abre preguntas y señala la frivolildad de un documentalista que presencia un fenómeno terrible, lo registra, se va a dormir tranquilo y luego es celebrado por su trabajo aun si no vivió lo que sus protagonistas. Podría haber sido fácil cambiar al cineasta por un influencer o un reportero digital, que entran y salen mucho más rápido de sus historias, pero quedó una figura que no es específica del presente. Es parte de estar en una isla, el tiempo arrastra más, no hay desesperación por hacer ver el hoy.

La atemporalidad de sus letras puede percibirse como un mérito o como una falla, el atractivo no está ahí sino en cómo Ollie Judge reinterpreta a los cantantes míticas del art, post y dance punk como Mark E. Smith y Mark Stewart. Cómo susurra, traga saliva y grita entre dunas y montes sonoros inabarcables para vocalistas típicos. Así como cada elemento, las voces son impredecibles, en ‘2010’ se bifurcan en dos capas que disocian la escucha, para ‘Paddling’ el quinteto corea a lo DEVO y ‘Narrator’ da lugar a una guerra que va de frío a caliente entre Ollie y la invitada Martha Skye Murphy hasta el punto en que erupcionan los volcanes filipinos. Los aplausos van especialmente para el productor Dan Carey (colaborador de Roisín Murphy, Fontaines D.C, Kae Tempest, black midi y más) que logró darle cohesión a tantos canales. Hay sintetizadores, pero ninguno que pueda ser sinónimo del “sonido de la década del 20”, pero la razón por la cual Squid tiene sentido como banda moderna tampoco tiene que ver con eso. La biblioteca de referencias desde Talking Heads hasta Radiohead, desde Pere Ubu hasta Steve Reich, con su abanico temporal y lo digerida que está, es la evidencia de la era y la camada a que la banda representa.

Tiempos no convencionales fuerzan la corriente de punta a punta de “Bright Green Field”. El disco no tiene un manifiesto artístico revolucionario, pero tampoco lo pretende. Es catalizador de un caudal creativo denso y sorpresivo, que choca sus paisajes. A lo largo de ‘G.S.K’ inhala y exhala como la vida en Madagascar, repta en una tundra erosionada y desoladora como la de las Malvinas cuando llega ‘2010’ y en ‘Global Groove’ sobrevive a las precipitaciones de Bermuda y su triángulo. En sus naufragios se va de Creta a Tasmania. Por más enfoque biológico, antropológico o cartográfico, la posición del oyente no deja de ser la de visitante. Es rock galápago, música donde hay algo para descubrir.

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