Viñetas de euforia – Björk: Una Constante Mutación

Nunca nos vamos a cansar de leer y escribir sobre Björk. En esta ocasión nos lo recuerda una antología, «Björk: Una Constante Mutación», editada por Nórdica Libros y con 23 artículos que la estudian a lo largo de toda su trayectoria solista.

La cultura pop adora una buena figura exótica, pero es incapaz de prestarle atención por más de una o dos temporadas. Por eso la carrera de Björk, la chica rara de la clase sin lugar a dudas, es tan excepcional. El recorrido de la artista islandesa y su particular impacto cultural son el núcleo de Björk. Una constante mutación” (Nórdica Libros), una edición que ordena la discografía de la ex Sugarcubes y, a la par, algunos sucesos biográficos que incidieron en sus composiciones, como esa vez que un uruguayo le mandó una bomba a la casa o la vez que filmó una película de una obrera ciega que termina ahorcada o la vez que cagó a piñas a una periodista. ¿En la vida de Björk? Un martes cualquiera.

La edición, que reúne 23 reseñas y entrevistas de la artista publicadas en distintos medios gráficos y digitales durante los últimos 30 años, funciona como una explanada de aterrizaje para los recién llegados y es también un intento de ordenar la dimensión caótica de una obra extensa y excéntrica, cuyo archivo periodístico comienza en la era pre-internet. Algo así como un “Björk explained”, alineado con la necesidad cada vez más patente de tener orientaciones concretas en el mar revuelto, sesgado y gacetilleado de los buscadores. 

A lo largo de los textos acompañamos la historia de Björk a través de sus discos con apartados dedicados a aportar datos contextuales: por ejemplo, qué otros álbumes se editaron cada vez que ella sacó nuevo material (dentro del caprichoso radar björkeano, que puede incluir a Madonna, Daft Punk, Massive Attack, Kendrick Lamar y Beyonce), y un escaneo de acercamientos y colaboraciones musicales y no musicales que ocurren en paralelo a cada disco. Tangencialmente hay algo de chisme amoroso, por qué no.

Después de un hermoso texto de apertura a cargo de Sjón, en el que el escritor islandés rescata un puñado de recuerdos que involucran a Björk (desde una cita con el tatuador y lecturas del I Ching a escenas de fiesta bailando The B-52’s descontrolada) recorremos una línea temporal con varios textos de autores altamente implicados. Allí hay reseñas (positivas y no tanto) y entrevistas compuestas de múltiples encuentros y capas de análisis, dando prueba tanto de unos tiempos de producción ya algo lejanos como del interés de la artista por conversar sobre su trabajo. La de más brillo: la crónica que Lucy Siegle publicó en The Guardian en 2014, en la que la británica visita a Björk y almuerza con ella y con su madre, que le cuenta que en el linaje familiar hay sangre irlandesa por una niña que fue secuestrada por los vikingos y le habla de su enorme preocupación por la industria de los cruceros. Después de almorzar en el jardín, las tres van a un cine en Reikiavik a ver “Biophilia Live” (el documental que registra la presentación del álbum en el Palacio Alexandra, en Londres, en 2013) donde también aparece en escena el papá de Björk. Durante esa entrevista Siegle le hace una pregunta muy válida a la islandesa: ¿si te interesa tanto la política, por qué no trabajás en política? En una respuesta sencilla, pero irrefutable, ella explica que las reuniones, aunque va a algunas que le parecen importantes, “la ponen nerviosa”.

De Björk puede decirse lo mismo que, a nivel local, podría decirse de Adrián Dárgelos. Es una hábil declarante: es inteligente, elige bien sus palabras y es un poco extremista en sus planteos. Entonces los textos en lo que aparece su voz, en general, tienen una contundencia particular. En otra entrevista recuperada por el libro y publicada originalmente en New Musical Express en 1997, tras la salida de “Homogenic”, la artista le dispara una batería de títulos a Andy Crysell. “En Islandia no nos fiamos de las cosas a menos que tengan agujeros y estén llenas de manchas sucísimas”; “Lo más bonito de esta música es que no importa si fuera hay una guerra nuclear o los Led Zeppelin están tocando en la calle de al lado”; “Es verdad que podría ponerme a trabajar ahora mismo en una puta fábrica de conservas en lugar de hacer lo que hago”; “La esperanza es una lucha entre la muerte y el aburrimiento, y el poder y la maldad” y, la mejor, sobre el mundo de la música: “Creo que es muy fácil saber cuándo una persona está prostituyéndose: no hace falta ver fotos ni leer pelotudeces sobre ella, basta con escucharla”. Hacia el final del libro aparece el único texto desinflado de la recopilación: uno que se ocupa de una Björk más contemporánea, tras la salida de ‘Oral‘, su colaboración con Rosalía para reunir fondos para una campaña contra la cría de salmones en jaulas abiertas en mares islandeses. Disuena por sus detalles sobre métricas de plataformas y otros menesteres comerciales, lo que quizás diga menos de su autor que de los recursos a disposición de la producción periodística en el último tiempo.

Finalmente, es imposible hablar de Björk: Una mutación constante” sin hablar del libro en tanto objeto. La edición, de tapa dura, es una rareza para un lector argentino al que casi todo le llega en su versión pocket-low cost. La tapa tiene su nombre bien grande y al frente junto a una foto de la artista en 1996, vistiendo sweater y un par de rodetes, mirando al lente de la cámara con sus ojitos rasgados e insolentes. Entonces uno podría suponer que el libro es al mismo tiempo una edición ideal para alguien que tiene genuino interés en aproximarse a su obra u ordenarla tras una escucha distraída, para obsesivos del archivo periodístico en formato físico y, también, por qué no, para alguien que quiere posarlo sobre su mesa de café y mostrar a las visitas sus inquietudes artísticas. Pero pragmatismos aparte, el libro es, sobre todo, una gran excusa para volver sobre la eufórica montaña rusa que constituye la vida y obra de Björk.


En ‘Ghost town’ Kanye West escribe: “pongo mis manos sobre la hornalla para ver si todavía sangro”. Es una canción conmovedora que pareciera hablar de la parálisis que puede causar un dolor muy profundo (y no necesariamente de no sentir nada). Hay una escena de Bojack Horseman, posiblemente una cita al rapero, en la que el caballo lo lleva a una literalidad: pone las manos en el fuego “para ver si siente algo”. Nada parece tan diametralmente opuesto a ese gesto como la conducta creativa y visceral de Björk, que a esta altura pareciera ser incapaz de paralizarse. Esa es la impresión más fuerte que deja recorrer su vida y discos de un tirón: Björk tiene el fuego interior de un volcán y uno simplemente quiere estar ahí para ver la erupción como los Kraft que obsesionaron a Herzog.

La edición lleva un título que da una pista importante sobre la vigencia de la islandesa: la mutación. Entonces vamos de fusiones entre el pop, el jazz y el swing, a un pop más sofisticado y digerible en su etapa más hitera, de allí a cadencias industriales y luego a experimentos en los que un ruido cotidiano (unas cartas que se barajan, la ruptura de un bloque de hielo) se convierte en un beat, luego a su disco hecho prácticamente solo con voces y pensado para retornar a lo humano y después a la grandilocuencia biofílica. Finalmente, su affair con las cuerdas y luego con la flauta, más su aproximación a la nueva generación del pop. Como si desdoblara su propia identidad en dos nombres contemporáneos, en su etapa más reciente, se arrima a Arca y Rosalía.

Todo su momento punk está fuera del alcance del libro, que se concentra en su trabajo como solista. De la formación de Spit and Snot, el cuarteto anarco punk de chicas que armó cuando tenía 13 años, entonces, hay apenas algunas menciones. Lo mismo ocurre con la formación de Kukl, la banda punk de corte más gótico que llegó a editar dos discos con Penny Rimbaud a través del sello de Crass (“The Eye” y “The Naughty Nought”), de The Elgar Sisters (el proyecto que entregó apenas once canciones) y de Sugarcubes. (La penetración del punk en Islandia es tema de tesis: Björk llegó a asegurar que el insólito ratio de bandas punk por habitante en la península tuvo carácter de récord). A pesar de quedar fuera del recorte del libro, que se enfoca en su trabajo en solitario, lo que sí aparece en la edición es la estela que esas experiencias iniciáticas dejaron en su ética de trabajo. El mejor ejemplo de eso es la decisión de editar toda su música a través del sello punk que fundó Derek Birkett, One Little Indian, que en 2020 cambió su nombre a One Little Independent (por razones, bueno… evidentes). Con Birkett, dice, tiene paseos y no reuniones, lo que se ajusta perfectamente a su política de canciones sí, reuniones no. En esta confianza en aquello de lo que la música es capaz, Björk también se conecta con Dárgelos.

Como muchas de sus iniciativas mostraron preocupaciones sociales, políticas o medioambientales, a lo largo del libro se refiere varias veces a la vinculación entre esos mundos y el de la música. Le dice a Darío Prieto para El Mundo: “La música puede dirigirse a la sociedad, pero también se ocupa de las políticas personales. Considero que, como ser humano, es importante ser emocionalmente sano y que la forma en que tratamos o somos tratados por nuestro círculo más próximo tiene un efecto expansivo en el conjunto de la sociedad”. Y sigue: “La belleza de esto es que no hay un rol o una definición: un músico debe crear su mundo; cómo este le define a él o a ella o su postura política-económica-artística caerá por su propio peso”. Para Björk, emoción-música-política es una trenza, por eso a ‘Declare Independence’, en la que uno no encontraría un ápice de romance (Declará tu independencia / No dejes que te hagan eso / Empezá tu propia moneda / Dejá tu propia marca / Protegé tu idioma”), la considera una canción de amor. 


La perspectiva histórica que ofrece el libro, metiéndose en cada disco, sus colaboradores y su despliegue de recursos también ofrece una cronología de su particular relación con el “éxito”. En una de las notas que se recogen, Björk dice que se considera afortunada porque lo tuvo muy pronto y muy pronto, también, supo que “en el fondo, no se trataba de eso”. Muy pronto es realmente muy pronto en la vida de Björk, que tenía 12 años cuando editó su primer disco: con ese dinero se compró un piano de cola e inauguró una política de financiación que puede resumirse en haciendo cosas raras con plata de gente normal, hasta llegar al ambicioso “Biophilia”, que financió con el millón de coronas suecas que ganó en 2010 con el Premio de Música Polar de la Fundación de Música Sueca. Para ese disco construyó instrumentos específicos, tanto para el sonido como para lo visual, diseñó una serie de aplicaciones y desplegó un programa de residencias artísticas en distintas ciudades del mundo. Se lo patinó todo. “El dinero nunca fue mi prioridad”, dice a lo largo de estas entrevistas. “Si estoy a cero, estoy feliz”.

El éxito en la vida de Björk significó experiencias tan extremas como recibir una bomba de ácido sulfúrico en su casa. Es historia conocida: después de la gira de “Post (1995), Ricardo López, un fanático uruguayo residente en Estados Unidos planificó un atentado contra la artista para convertirse, según contó en su vlog analógico, en su “ángel de la muerte”. La historia tiene detalles por demás escabrosos: López, que padecía problemas psiquiátricos severos, filmaba una especie de diario de ideas con el que se produjeron, desde ya, un sinfín de episodios de series de true crime y videos de YouTube del mismo tono. El danés Sami Saif, en 1999, editó como documental estas cintas en las que se escucha al hombre contar sus pretensiones de “impactar en la vida de Björk como nunca nadie lo hizo antes”. Una semana después de enviarle el paquete que interceptó la policía, López se suicida disparándose en la boca mientras escucha ‘I remember you’. Lo deja todo filmado. Björk se refugió en el estudio El Cortijo en la sierra de Málaga, donde escribió ‘So broken’, inspirada en la historia de López. Ese mismo año, en otra viñeta de intensidad de Björk, la islandesa llega al aeropuerto de Bangkok donde la esperan varios medios. Una periodista insiste en querer hablar con ella y luego comienza a hacerle preguntas a su hijo. Quien no haya visto alguna vez el clip de la reacción de Björk probablemente tenga una relación bastante saludable con su consumo de internet. 

Hubo un momento de finales de los 90 en el que Björk empezó a aparecer ridiculizada como una manic pixie dream girl, el estereotipo de la chica-hadita-perturbada que te enamora con sus rarezas, pero cuyas rarezas en realidad no tienen mucha profundidad. Es verdad que aparecer vestida de cisne y empollar huevos en una alfombra roja es alimento de altísima calidad para la parodia, pero también es cierto que hay muchos más interlocutores dispuestos a participar de esa conversación que de la variedad de subtextos que tienen sus álbumes y casi cualquier cosa que hace en público, sea vestirse de ave o pegarle a una periodista por invadir su intimidad familiar. Un artículo de David Saavedra recogido en el libro lo explica bajo una lógica infantil: “Björk es la nena inteligente de lentes de la clase, pero como no podés meterte con su cabeza porque está en una esfera completamente distinta a la tuya, te metés con sus lentes”. No le importó: le mandaron una bomba a la casa y escribió una canción; la acosaron en un aeropuerto y se defendió con los puños; Lars Von Trier le colmó la paciencia y ella se rompió una remera de algodón frente a todo el set de filmación de “Bailarina en la oscuridad” y se comió algunos pedazos. Si Björk está hecha de algún material, seguro no es cristal.

La violencia, en Björk, es una textura. Se escucha en su música, que no le tiene vértigo a la delicadeza, pero tampoco miedo a los golpes, a las cajas de ritmo que machacan, a un alarido agudo o a los cantos guturales que desplegó en “Medúlla”, donde samples vocales funcionan como percusiones. En ‘Violently happy’, de su primer disco solista, la violencia aparece directamente asociada al amor, igual que en su versión de ‘It’s oh so quiet’ de Betty Hutton, que incluyó en “Post”, en la que la que se habla de enamorarse como micro escenas de tiros y explosiones. La violencia no es la antítesis del amor o de la felicidad, parece decirnos Björk, de hecho quizás puedan ser la misma cosa. 

Esa mirada de la violencia como una tensión transversal que casi nunca conviene ocultar puede explicar su conexión con el trabajo de Lucrecia Martel, que dirigió la puesta en escena de “Cornucopia”, la gira que la trajo al Primavera Sound de 2022. También podría explicar por qué su música le interesa al gangsta rapper El Doctor, o por qué Charly García -según contó Kabusacki en “100 veces Charly”, de José Bellas y Fernando García- buscó impresionarla rompiendo con un cuchillo la copa de champagne de la que bebía la islandesa en su visita a Buenos Aires en 2007. También su participación como Selma en “Bailarina en la oscuridad”, en la que una obrera inmigrante que está quedándose ciega es capaz de matar a alguien como un ambiguo gesto de respeto o dejarse ahorcar para salvar a su hijo de la ceguera. A Selma la salvan (no de la muerte, no de la violencia, pero sí de la infelicidad y de la apatía) los ruidos de las máquinas que escucha en la fábrica en la que trabaja, que van formando patrones de sonido que hacen que una rutina sórdida se vuelva algo más vivible. También son los ruidos y voces los que la orientan para desplazarse por el mundo mientras pierde la vista. Las máquinas son aliadas de Björk: la tecnología está puesta al servicio de su creatividad. “Una computadora es humana porque es una herramienta”, dice en una de las notas de este libro. “La música hecha con computadoras es pura imaginación”. En otro artículo va más lejos al calificar a la música electrónica como cálida: “Existe a partir de la electricidad, con los rayos y los truenos que son realmente cálidos y, por supuesto, muy pasionales”. Y sigue: “Por ejemplo en China la gente lleva usando la acupuntura 2000 años y la acupuntura funciona a partir del fluir de la electricidad interior, de forma natural, como si fuese lluvia, viento o agua”. Su disco “Biophilia tenía justamente esa pretensión: documentar a la música en tanto organismo vivo, moviéndose y adaptándose entre lo que la rodea, la produce, la recibe. O al menos en esto estuvo y está la música de la islandesa: en moverse, mutar, estar viva. Björk nunca va a necesitar poner sus manos sobre la hornalla porque es altamente consciente de lo que le corre por las venas.

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